Entre Rubén y sus suegros; Darío y Lucrecia, hay
una tregua silenciosa desde el momento que lo vieron de la mano de su hija
a los diez y siete años. Ambos
prometieron no decir nada uno del otro, si Rubén no dañaba a su hija menor. Ellos
sabrían que se amarían y no podrían decir nada de la estresada forma de vida de
Rubén, ni que se llevara a su hija a
vivir a la lejana ciudad de Santiago, ni mencionar su malestar al no ingresar a
sus nietos a los colegios artísticos a los que asistió Luis María y su hermana
Loreto, oh que lamentable la historia de Loreto, ahora delgada de cuarenta y
cinco kilos, de cabello canoso y acelerado conversar, que perdió a su hijo
Lucas de dos años y a su esposo en un trágico accidente automovilístico.
En
ese momento, Lucrecia y Darío se calzaron sus zapatos, apagaron la música de
fondo y dejaron de encender inciencios y lloraron juntos como nunca antes
alguno de ellos recordó llorar. Cada uno de ellos pidiendo a sus dioses por su
hija, él porque tuviera la fuerza para
superar el horrible dolor, y ella pidiéndole a Dios que le diera vida para
estar junto a su hija en aquel horripilante dolor por el cual ninguna madre
debería pasar. Ninguna.
Tenían una foto de cada uno de sus hijos,
a los cuales Luisa María cada día le hacia una oración distinta, pidiéndole
cada Santo algún deseo en particular para cada uno de ellos.
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