lunes, 19 de enero de 2015

La historia sin terminar.-

Entre  Rubén y sus suegros; Darío y Lucrecia, hay una tregua silenciosa desde el momento que lo vieron de la mano de su hija a  los diez y siete años. Ambos prometieron no decir nada uno del otro, si Rubén no dañaba a su hija menor. Ellos sabrían que se amarían y no podrían decir nada de la estresada forma de vida de Rubén, ni que se llevara  a su hija a vivir a la lejana ciudad de Santiago, ni mencionar su malestar al no ingresar a sus nietos a los colegios artísticos a los que asistió Luis María y su hermana Loreto, oh que lamentable la historia de Loreto, ahora delgada de cuarenta y cinco kilos, de cabello canoso y acelerado conversar, que perdió a su hijo Lucas de dos años y a su esposo en un trágico accidente automovilístico.
En ese momento, Lucrecia y Darío se calzaron sus zapatos, apagaron la música de fondo y dejaron de encender inciencios y lloraron juntos como nunca antes alguno de ellos recordó llorar. Cada uno de ellos pidiendo a sus dioses por su hija, él porque  tuviera la fuerza para superar el horrible dolor, y ella pidiéndole a Dios que le diera vida para estar junto a su hija en aquel horripilante dolor por el cual ninguna madre debería pasar. Ninguna.


     Tenían una foto de cada uno de sus hijos, a los cuales Luisa María cada día le hacia una oración distinta, pidiéndole cada Santo algún deseo en particular para cada uno de ellos.


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